Viajé por Namibia del 4 al 11 de noviembre de 2019. La antigua África del Sudoeste, con una superficie de una vez y media la de España, está poblada por dos millones de personas. Y todo es desierto. Pocos viajes me habían regalado unas sensaciones tan intensas, y es que Namibia no deja indiferente a nadie.
Volé con Ethiopian desde Roma a Addis Abeba, y de allí a Windhoek, cuyo aeropuerto es pequeño, sin pasarelas ni jardineras. No necesité visado ya que no tienen problemas con la inmigración. Me alojé en el Windhoek Country Club, un resort de las afueras al que llegué treinta horas después de salir de casa.
Namibia es un destino asequible, pero no tenía ganas de ir por mi cuenta, así que me uní a un grupo organizado. El martes 5 salimos temprano hacia Etosha. Hay algunas carreteras, pero en la mayor parte del país se circula por pistas de tierra. Algunas señales de tráfico son muy peculiares.
Paramos en Okahandja, donde compré una matrícula para mi colección de chapas y di una vuelta por la estación. Después comimos en Outjo; me pedí una salchica y una pinta de cerveza, que me supieron a gloria. Por la tarde llegamos al Toshari Lodge, ocupamos las casitas y salimos de safari.
El Parque Nacional de Etosha es uno de los más grandes del mundo. La fauna se concentra en las proximidades de charcas, unas naturales y otras con agua del subsuelo que se extrae mediante energía solar. Fue una delicia contemplar tantos animales en su ambiente: estorninos y varias rapaces, chacales, ñus, jirafas, rinocerontes, cebras, elefantes, leones… Aquella noche en la cena me pedí una parrillada de cebra.
El miércoles 6 también madrugamos para llegar al parque con las primeras luces. Tras los trámites, seguimos buscando animales. Nunca antes había visto -y fotografiado- al tejón de la miel, a la avutarda kori (que la mayor de las aves voladoras), ni al azor lagartijero… Con las primeras lluvias, se habían formado charcas en una pista; una manada de elefantes se refrescaba, y las crías jugueteaban.
Llegamos hasta el salar de Etosha que es un desierto salino de 7000 kilómetros cuadrados al norte del parque. Vimos: leopardos, rinocerontes, jirafas, cebras, impalas, springsboks, avestruces … y un curioso nido comunitario de tejedor republicano. En la cena no faltaron el springbok y el ñu.
El jueves 7 partimos en dirección a Twyfelfontein. En ruta nos detuvimos en un poblado himba, minoría étnica seminómada del norte de Namibia que mantiene su modo de vida tradicional. Las mujeres se embadurnan con un barro ocre para protegerse del sol y los mosquitos, y se colocan extensiones de pelo y anillos metálicos en los tobillos. Conviven con los herero, cuyas mujeres se visten como las misioneras alemanas del s. XIX, añadiendo un sombrero con forma de cabeza de vaca.
Circulamos por el Desierto del Namib, que en lengua nama significa «enorme». Se extiende de sur a norte en los 1600 km de costa namibia, con una anchura entre 100 y 200 km. Vimos varios ejemplares de welwitschia, una planta endémica, antes de llegar a nuestro oasis, el Twyfelfontein Country Lodge, perfectamente integrado en el paisaje. Comimos y ocupamos las cabañas; después de un baño reparador hicimos un safari en busca de los elefantes del desierto. Al principio pensé que no vería más que los troncos pelados que iban dejando a su paso, pero me equivoqué. Incluso creo que retraté a los once ejemplares que un lugareño me dijo que había en la zona.
El viernes 8 por la mañana nos acercamos a ver los milenarios petroglifos, Patrimonio de la Humanidad, que se conservan muy bien por la escasez de lluvias. Después seguimos camino hasta la costa.
Llegando a Swakopmund, refrescó de momento debido a la fría corriente de Benguela. Por causa del oleaje y los vientos, en Skeleton Coast, la Costa de los Esqueletos, abundan los barcos naufragados.
Nos alojamos en el Swakopmund Sands Hotel. Por la tarde el grupo hizo un sobrevuelo en avioneta de la costa. Yo, que sabía lo difícil que es tomar fotos desde una Cessna, preferí quedarme en la ciudad. Estuve paseando por el centro colonial, el cementerio alemán, el muelle, el faro… hasta la puesta de sol, cuando el frío me obligó a recogerme.
El sábado 9 fuimos a la cercana Walvis Bay, ciudad portuaria, una de las más secas del planeta, con precipitaciones totales anuales que no superan los 10 litros. Tiene importantes instalaciones de Pescanova y una «Casa del Mar«. La foto es de atlantico.net, ya que no me dio tiempo a desenfundar.
Después de pasear junto a miles de flamencos fuimos al puerto, en el que había bastante presencia china. Hicimos un crucero turístico en catamarán. Pelícanos y lobos marinos subían y se movían con toda soltura por la cubierta, mientras les daban el desayuno. También nosotros tomamos ostras de la bahía, merluzas y más delicias del capitán Pescanova 😀
Después de la navegación, nos adentramos en el desierto extremo. Desolador. Pocas plantas se han adaptado, entre ellas algunos áloe vera. Cruzamos el Trópico de Capricornio, y por la tarde, antes de llegar al Namib-Naukluft paramos en un lugar al que no se complicaron para ponerle nombre: SOLITAIRE. Básicamente es una gasolinera, una panadería, que estaba cerrada y me quedé sin probar el pastel de manzana 🙁 , y una pequeña tienda. Lo que más me gustó fue la colección de antigüedades y vehículos abandonados.
Cerca estaba el Namib Naukluft Lodge, en un lugar tan inhóspito como hermoso. Era la primera vez que estaba en un hotel sin vallado; detrás de mi habitación 200 km de desierto… ¿quién iba a venir? Pues sí que acudieron varias ardillas. Me di un breve remojón, ya que con el sol puesto la temperatura había caído en picado. Hice una cena más a base de carnes del país y me acosté pronto, ya que saldríamos hacia las dunas muy temprano.
No eran todavía las 5:00 del domingo cuando tomamos un café y salimos hacia Sossusvlei, la zona más visitada del Parque Nacional de Namib-Naukluft, Patrimonio de la Humanidad. Con los primeros rayos de sol las dunas tomaron unas tonalidades que me parecían irreales… creía estar soñando…
Íbamos parando en algunas dunas para tomar fotos. Nuestro guía-conductor, Antonio, había acompañado en ocasiones a fotógrafos de la National Geographic por toda Namibia y conocía muy bien el terreno. No paramos en la Duna 45, que parecía una feria, y nos encaminamos a la Big Daddy con sus 325 metros de altura. Por la cresta de la duna se ascendía con cierta facilidad. Calculo que subí hasta la cota 250; desde allí la panorámica era impresionante, sobre todo si miraba a Deadvlei, el lago seco.
El descenso fue muy divertido, ¡una gozada! A media bajada paré a tomar más fotos -¡imagínate el momentazo!- y después me vacié los zapatos de arena, otro espectáculo. Después di un paseo entre el silencio deslumbrante de los árboles muertos desde hacía siglos… y me hice la foto que he puesto de portada. Me había quedado mudo.
Para acabar la mañana bajamos al cañón de Sesriem, excavado por las aguas durante millones de años. Después de comer estupendamente en el Sossusvlei Lodge, en el que había hasta una especie de gazpacho 😉 , volvimos a nuestro lodge. Pasé la tarde en la piscina, descansando y rememorando los intensos momentos que había vivido esta semana.
El lunes 11, después de desayunar con todos los pajaritos y ardillas de aquel desierto, nos hicimos una foto y nos despedimos, ya que el grupo se disgregaba hacia varios destinos. A las 7:00 emprendí el regreso; 33 horas después llegué a mi casa.